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Desilustración

El progreso técnico y la amenaza siempre han viajado juntos. Cualquier cambio tecnológico supone un saldo entre vencedores y vencidos. El ludismo, sin ir más lejos, fue un movimiento encabezado por los gremios de artesanos contra las máquinas. El trabajo en cadena y las fábricas supusieron un revés a los talleres manufactureros. Ese mismo cambio supuso, a su vez, un éxodo rural. La intensificación de los cultivos – o también llamada Revolución Agraria – rompió con los efectos de la Ley de Malthus. Una vez más, las máquinas sustituyeron a los brazos humanos. Algo similar también pasó, en el siglo XX, con el sector bancario. La Revolución Informática ocasionó miles de despidos. Empleados de banca, de unos cincuenta y pocos años, se vieron – de la noche a la mañana – prejubilados. El ordenador cambió la organización de las sucursales. Y aquellos que no se subieron al carro de la informática, fueron despedidos. Así las cosas, los cambios tecnológicos llevan consigo costes y oportunidades.

La Revolución Digital, de los últimos años, ha supuesto un cambio en los hábitos de compra. El comercio electrónico, que hace una década era algo incipiente, ahora se han convertido en una práctica habitual. La gente compra desde casa y lo hace en grandes plataformas. Estamos ante un consumismo a golpe de clic. Un clic que ha desplazado a miles y miles de comercios tradicionales. Las relaciones digitales se entablan paralelamente a las presenciales. Los nuevos hábitos sociales ponen en valor lo que somos frente a lo éramos. Tanto que el paso del tiempo lo apreciamos desde el cambio que supone los antiguo por lo moderno. Aún así, existen sectores que no han sufrido, de una forma acusada, el efecto de las olas revolucionarias. Las peluquerías, sí o sí, necesitan la presencia. No hay corte de pelo sin manos ni tijeras. Ni tampoco, hasta el momento, el dentista ha sido suplantado por brazos robotizados. No obstante, el avance llama a nuestra puerta cuando menos lo esperamos. Y sin avance, queridísimos amigos, no hay progreso sino estancamiento.

La Inteligencia Artificial (IA), y sus aplicaciones, ha llegado con fuerza a nuestras vidas. Cada día asistimos a más recreaciones artificiales. Y esta revolución afecta, y mucho, al sistema educativo. Y afecta, como les digo, porque existen herramientas que permiten hacer monográficos, trabajos fin de grado y hasta ecuaciones diferenciales. Estos instrumentos suponen un horizonte de sospecha en las relaciones entre profesores y alumnos. Tanto es así que muchos docentes evitan mandar trabajos para casa. Una situación que contradice el sentir de Bolonia. No olvidemos que la mayoría de asignaturas son evaluadas – de forma híbrida – mediante exámenes y tareas. Ello implica una reestructuración de los sistemas de evaluación. Una reestructuración que pasa por la realización de exámenes orales. La IA pone en crisis el oficio del experto. El consultor o asesor, de toda la vida, pierde fuelle ante la sabiduría de ciertos chats artificiales. La IA supondrá, también, la reinvención del periodismo. El mayor coste será el precio de la desintelectualización humana. Cómodos con la IA, perderemos la necesidad de pensar por nosotros mismos. Asistiremos a una desilustración que nos llevará a la minoría de edad. ¡Qué no se entere Kant!

Títeres de papel

Desde que Broncano aterrizó en La Primera, la batalla televisiva está servida. No hay semana que no tengamos una trinchera entre El Hormiguero y La Revuelta; o viceversa. Nosotros, desgraciadamente, formamos parte de la guerra por las audiencias. Somos audiencia y ostentamos el poder del mando. Un poder que es el que decide la televisión que deseamos. Desde hace años, vivo apartado de la programación televisiva. Suelo ser el artífice de mi propia programación. Así las cosas, puedo escuchar una conferencia de Mariam Rojas o una canción de Melendi. Y lo hago desde la libertad que supone disponer de plataformas digitales. Plataformas, como les digo, que permiten elegir – a la carta – documentales, películas y podcast; entre otros. La autoprogramación nos diferencia de la generación de nuestros padres. Su época mediática fue muy distinta a la nuestra. Con dos canales en la parrilla, no les quedaba otra que consumir una televisión dirigida desde arriba.

Los medios, por mucho que digan lo contrario, no son libres. Y no lo son, queridísimos amigos, porque existen intereses económicos que enturbian el romanticismo periodístico. De ahí que muchos estudiantes de periodismo asisten a la frustración cuando ejercen la profesión. Se dan cuenta que su "libertad de expresión" se convierte en mercancía. Sus artículos están escritos bajo el marco de líneas editoriales. Y estas líneas cocinan sus relatos para sus clientes prioritarios. De tal modo que cada cabecera lleva consigo el adjetivo de "progresista", "liberal" y/o "monárquica"; entre otros. Por ello, la prensa que leemos y los debates que vemos son, en su mayoría, previsibles. Así funciona la industria de la cultura. Una cultura que bajo el libre albedrío esconde líneas infraqueables. Por ello, el periodismo muere en la utopía. Muere en su "querer y no poder" actuar con total libertad. Existen clientes que pagan y "títeres que escriben". Y en esa relación mercantil muere la imparcialidad. Una imparcialidad que se asemeja al noúmeno de Kant.

Por ello, hace años que tiré la toalla. Antes soñaba con ser un articulista de renombre. Soñaba con ser columnista de cualquier "tigre de papel" pero pronto desistí. Y lo hice por convicción. Aún así, recibo correos electrónicos de lectores indignados porque algunos de mis escritos no han cumplido con su "pack ideológico". A todos les respondo que no escribo para ellos. No vivo de la opinión sino que opino por vocación. Y en esa vocación desinteresada, permito que los lectores conozcan los entresijos de mi mente. La escritura no es otra cosa que una desnudez del espíritu. Y en esa desnudez, quedamos desarmados. Sin armadura que nos proteja. Sin una empresa que responda por nuestros escritos, el escritor por vocación se convierte en un zorro justiciero. Un zorro, como les digo, que – desde la butaca – busca la compresión de la barbarie. De una barbarie que se manifiesta en todo tipo de relaciones. Barbarie que se nutre de envidias, celos y agravios comparativos. Y barbarie que impide la paz en los prados del desencanto.

De memoria y cuentacuentos

Tras una semana con gripe, hoy – por fin – vuelvo a la cabalgata de mi vida. Y lo hago con los residuos de un virus que entró en los patios del castillo. Con el dolor evaporado, miro a la España que habita en el horizonte. Y veo, queridísimos amigos, a una democracia que se aproxima al medio siglo de vida. Decía Jacinto, un señor que frecuentaba El Capri, que a los cincuenta años, la cara es un fiel reflejo de nuestra alma. Al llegar a la mitad del camino, los ojos ya no brillan igual que en la adolescencia. Los músculos no manifiestan la misma fuerza que a los treinta. Y la cabeza ya no luce la espesa cabellera. Aún así, el envejecimiento lleva implícito una contradicción. Por un lado, asistimos a la erosión de decenas de primaveras. Por otro, comprendemos mejor nuestro mundo interior y el que nos rodea. Así, debemos lidiar con el reflejo del espejo y la sabiduría ante la vida. Ante una vida repleta de pantallas, avatares e Inteligencia Artificial.

Se cumplen cincuenta años. Cincuenta años desde que acabó la dictadura. Y cincuenta años desde los primeros soplos de libertad. Desde el retrovisor, veo aquellos señores y señoras con pantalones de campana, patillas pobladas y gritos de prosperidad detrás de las pancartas. Tras cuarenta años de Nodos, rombos y silencio; la vida se concibe distinta a los tiempos de cautividad. Es por ello que se necesita memoria. Memoria para entender la fuerza que desprendían los jóvenes. Jóvenes de una España analfabeta. Una España en blanco y negro. De pantalones remendados, zapatos desgastados y cárceles patriarcales. Hoy, nuestros hijos viven alejados de aquellas batallitas. Batallitas contadas por abuelos que rozan los noventa. Abuelos que vivieron el hambre de la guerra, el pan con medallones y una vida alejada de la escuela. De una escuela destinada a los pudientes. Una escuela para la minoría. Una minoría que gozaba del privilegio de saber leer y escribir. Las hijas de Jacinto no pudieron estudiar. Su vida no fue otra que la esclavitud del hogar.

Hoy, España sabe leer. Aún así, existe odio entre los semejantes. Hay heridas que no han cerrado bien. Y no han cerrado porque en el recuerdo la mente no distingue entre realidad y virtualidad. Así, Manolo llora cuando recuerda los avatares de la guerra. Llora cuando habla del paseillo, el extraperlo y de la panadería de su tía Josefica. Hay tanto dolor latente que algunos políticos defienden el olvido. El olvido silencia pero no borra el pasado. Cualquier individuo tiene derecho a conocer su ayer. Y en ese deseo debe estar preparado. Preparado para la travesía que supone navegar hacia atrás. Y en esa navegación, asaltan tormentas repletas de rayos y relámpagos. Ahí, desde la butaca, Santiago comprende al abuelo. Y lo comprende a través de sus circunstancias. Sin ellas, el abuelo se convierte en un cuentacuentos. Se convierte, como les digo, en un narrador de hazañas ocurridas en islas imaginarias. Desde la angustia, escucho a Francisco. Cierro los ojos y recreo su contexto. Y en esa recreación, tomo conciencia de nuestro tiempo. De un tiempo diferente. Ni mejor, ni peor. Simplemente diferente.

Revoluciones vitales

Thomas Kuhn habló de las Revoluciones Científicas. Según este pensador, la ciencia no avanza de forma gradual sino mediante saltos. Tanto es así que un paradigma posterior puede tirar, por la borda, los postulados de otro anterior. Sucedió con el paradigma copernicano. Tras mil años creyendo que la Tierra era geocéntrica y geoestática, Nicolás demostró que Aristóteles estaba equivocado. Así las cosas, la Tierra – de momento, salvo que llegue otro paradigma – es geodimámica y heliocéntrica. Esta teoría de los saltos también tiene sus ecos en la evolución humana. Para los lamarckistas, darwinistas y mendelistas la hominización fue un proceso gradual y sostenido en el tiempo. No llegamos a hablar de la noche a la mañana, sino que se necesitó un periodo adaptativo. Ahora bien, para los "puntualistas" – con Niles Eldredge y Stephen Jay Gould a la cabeza – la evolución no es gradual sino a saltos. Tras un periodo sin cambios evolutivos, suceden otros con cambios. Dicho de otro modo, es posible que el cuello de las jirafas no se alargara de forma gradual sino en momentos, o puntos de tiempo, determinado.

Este debate entre gradualistas y no gradualistas también lo podemos extrapolar a  nuestras vidas. Lo que somos no sería tanto un proceso sostenido sino el resultado de decisiones trascendentes. Decisiones tomadas en momentos cruciales de nuestra vida. Así las cosas, Manolo – por ejemplo – sería lo que es por cuatro o cinco decisiones o acontecimientos claves, que marcaron su sino. Esta reflexión – y así abriré una conferencia que preparo con esmero – reduce nuestras vidas a cuatro o cinco días. Esos días son cruciales para determinar nuestra identidad. Lejos de los postulados de la psicología evolutiva – de las etapas biológicas de cualquier humano – el cambio o, lo que somos, sería el cúmulo de acontecimientos dispersos en el tiempo. Acontecimientos como la finalización de una carrera universitaria, el trabajo que elegimos, la pareja y otras decisiones que configuran nuestra definición. Durante el tiempo que disfrutamos de esas circunstancias no hay cambio en nuestro ser. Trabajamos en lo que trabajamos y vivimos con quien vivimos hasta que un cambio de pareja o trabajo provoca una reorientación de nuestro ser.

Somos, por tanto, un cúmulo de seres. Al final de nuestra vida, cada persona ha conocido uno, o varios, de los seres que han transitado dentro de su trayecto. Y en ese trasiego de seres debemos encontrar mecanismos internos para lidiar con todos ellos. De ahí que en ocasiones, nos moleste hablar del pasado. Y nos molesta porque ese pasado estuvo protagonizado por un "otro" que ya no es pero que formó parte de nosotros. El "yo" no sería otra cosa que  una transposición de "otros". Y entre "otro" y "otro" es donde se producirían las revoluciones vitales que acontecen en nuestras vidas. La revolución que supuso de ser hijo a ser padre. La revolución de estudiante a trabajador. La revolución, y disculpen por la redundancia, de trabajador a jubilado. La de sano a enfermo y viceversa. La de joven a viejo. Y tantas que al final la vida es un cúmulo de saltos. Somos saltadores de roles. De roles que transforman nuestro ser. Y de roles que guardan relación con nuestro confort vital. Así las cosas, la vida no es una colección de años, que lo es, sino un catálogo de paradigmas como resultado de varias revoluciones vitales.

La metáfora del tren

Desde el vagón, veo como los prados y las nubes aparecen y desaparecen en la fugacidad del instante. El reciclaje del paisaje confunde a mis sentidos. En la quietud del asiento, hay un movimiento que desplaza los cuerpos hacia otros destinos. La velocidad se convierte en lentitud ante la ausencia de otras figuras en movimiento. A 250 kilómetros por hora, los árboles vuelan ante la mirada de la ventanilla. En esa paradoja entre ser y devenir, cierro los ojos y sueño con el destino. Sueño con la llegada a Madrid y el acontecimiento que me espera. En esa soledad, oigo el viento y siento el chasquido de los carriles. Hace calor en el vagón. En el mismo que comparto con una decena de desconocidos. Personas de carne y hueso como yo. Bípedos y mamíferos que saben que viven y que algún día morirán. Gente con sudaderas y zapatillas deportivas. Gente con trajes de sastre, gafas de pasta y zapatos de charol. Observo caras relajadas en contraste con ojos desconfiados y caras de cartón.

En la primera parada, unos suben y otros bajan. También los hay que ni suben ni bajan. Y también, maldita sea, habrá quien por circunstancias adversas haya perdido la oportunidad de subir. Y en esa pérdida, habrá perdido su destino. Cogerá, o no, otro tren pero, lo que nunca cogerá, será este tren. Este tren seguirá su rumbo sin él. Quizá para bien o tal vez para mal. Él o ella nunca lo sabrán. Y en ese dejar atrás, muere el sueño por el despertar. Muere la angustia por la espera. Y muere la esperanza de lo que vendrá tras la llegada. Cerradas las puertas, el tren sigue su trayecto. Nueva gente, nuevas vidas, se entremezclan en espacios rectangulares repletos de emociones universales. Y en esos rectángulos, que llamamos vagones, se cruzan miradas de animales que hablan, ríen y lloran. En el sueño, oigo el silencio de mi adolescencia. Oigo ese otro que viajaba con lo puesto en trenes de cercanías. Oigo las carcajadas de aquellas noches de desenfreno y osadía. Y sueño, sueño con que ninguna piedra se cruce en el camino.

En el vagón, hay decenas de ladrones de tiempo. Algunos le llaman móviles. Móviles más caros y más baratos. Móviles con carcasas de corazones. Móviles que encierran recuerdos, vivencias y agendas pendientes. Y en ese ritual, los pasajeros atienden cabizbajos a sus mundos digitales. La velocidad envuelve de metafísica la dualidad de nuestras vidas. Y en esa dualidad, asisto a un cúmulo de esclavos de su avatar. En mi móvil, veo las fotos de la pandemia. La mascarilla tapa la dentadura. Tapa la risa, los labios apretados y la silueta de la barbilla. Han pasado los años y la fotografía testifica el cambio de la materia. Y pasan los kilómetros, los árboles y los horizontes. Pasa el tiempo y estamos en el ecuador de nuestro viaje. Llegarán nuevas estaciones. Subirán y bajaran nuevos viajeros. Y surgirán otras experiencias como consecuencia de las nuevas circunstancias. Y así pasan los años. Pasan como los trenes. Trenes repletos de gente. De gente guapa y gente fea. De gente sin adjetivos.

Nueva etapa

Allá por enero del 2011, comencé la caminata por los pergaminos de este blog. Hoy, catorce años después, la mayoría de los blogs han desaparecido. Las redes sociales, podcast y reels han sustituido a las bitácoras. Aún así, luchando contra la marea, he seguido alzando la voz en medio del desierto. En muchas ocasiones, se me ha pasado por la cabeza tirar la toalla. Tanto es así que he realizado ayunos intelectuales. Al final, siempre he vuelto a la manzana. Y lo he hecho porque es la única forma de descongestionar mi mente. De dejar escrito mis pensamientos y abrir espacio para otros nuevos. Este proyecto personal, la verdad sea dicha, ha tenido muchos detractores. Nadie dijo que era fácil. Una página en Internet es como un trozo de corcho en la aguas de un océano. Se necesita mucha inversión en publicidad para que se constituya una base mínima de comunidad lectora, que genere visibilidad y efecto "bola de nieve". Sin publicidad y sin subvenciones. Sin ningún padrino que te recomiende y/o mencione, el oficio de bloguero se convierte en una tarea ardua y peligrosa para los ojos del periodismo.

Durante los últimos años, he estado muy activo en las redes sociales. Pero, la verdad sea dicha, las redes no satisfacen la función social que pretendo conseguir con mis escritos. Inundadas de toxicidad, insultos y faltas de respeto; no tiene sentido seguir ni un minuto más en esa charca de aguas malolientes. De ahí que, después de mucha reflexión, he decidido desarrollar toda mi actividad en los intramuros de este blog. En la soledad de mi Rincón, opinaré sobre la actualidad. Y lo haré, como lo he hecho hasta ahora, sin ninguna grapa entre los labios. Ahora, estimados lectores y lectoras, sois vosotros quienes debéis, como demócratas, comentar los artículos. De tal modo que cada vez seamos más quienes apostemos por un periodismo independiente. Un periodismo alejado de la ideologización mediática que nos acontece. En esta nueva etapa, publicaré con más frecuencia. Analizaré la actualidad desde mi formación humanística. Y leeré atentamente vuestros comentarios. Comentarios necesarios para desarrollar una crítica constructiva.

Basta ya de ser oveja de rebaño. Si lo quisiera ser, este humilde bloguero escribiría una cómoda columna en algún periódico de renombre. Pero, esa condición no comulga con el intelectual que llevo dentro. El intelectual debe minimizar los sesgos de la determinación. Auque, como diría Roland Barthes, "el autor ha muerto". Aunque todo los que escribimos sean refritos de refritos, lo cierto y verdad es que se necesitan voces valientes. Voces que no se presten a la mercantilización de su mensaje. El  pensador de pedigrí piensa sin ánimo de lucro. Y digo "sin ánimo de lucro" porque existen viajeros que prefieren viajar solos que mal acompañados. Ese intelectual, solitario y comprometido, requiere a sus lectores. Se necesita que los lectores también hablen y tomen la iniciativa. Los comentarios son necesarios para que este humilde blog se convierta en un refugio para la crítica. Sin comentarios, sin una diversidad contrastable, la democracia deriva en elitismo. Un elitismo que controla los discursos, programa los guiones y entretiene a una España que sabe leer. Por ello, la opinión pública debe abrir sus tentáculos. Debe hablar más allá de la barra del bar. Y esta, queridísimos amigos, es una gran oportunidad.

Nuevos ricos

En vísperas de Navidad, solía ir al Capri. Allí, en la barra, emborrachaba mis penas con sorbos de tequila. Solo en el garito, leía los horóscopos mientras oía la última de Loquillo. Con dieciocho años recién cumplidos, me quedaba mucha vida en los bolsillos. Desde el taburete soñaba con el día de mañana. Fracasado en los estudios, y con la autoestima por los suelos, el vacío formaba parte del ahora. Tras el sorteo, y sin una peseta de alegría, rompí las papeletas. Rompí como se rompen las relaciones tras el periplo del desgaste. Rompí los sueños que se apoderaron de mí durante el último trimestre. Adiós al viaje al Caribe, al Mercedes último modelo. Y adiós a esa casita con césped y piscina. En ese momento, de desolación, aprendí que más vale pájaro en mano que cientos volando. Desde la barra, veía a lo lejos el camión de la basura. Oxidado, y polvoriento, circulaba paralelo al BMW de Jacinto.

En la soledad de la barra, reflexioné sobre el dinero. Lo hice con lo poco que aprendí sobre un señor llamado Rousseau. Decía este hombre que la propiedad privada trajo consigo la desigualdad en el mundo. El día que Manolo dijo "este solar es mío", se puso de manifiesto la fragilidad de nuestra especie. Ahí, en esa maldita frase, comenzó la nueva esclavitud. Surgió la comparación entre iguales. Iguales en cuanto animales pero diferentes en lo material. Iguales, claro que sí, porque tanto Manolo como Eugenio sienten miedo, sorpresa, tristeza, asco y alegría. Diferentes porque él es rico y el otro no. Aún así, él también tiene problemas y quizá también llore, como lloran los pobres cuando quieren y no pueden comer. De tal modo que ninguno de los dos sea feliz. ¿Qué es la felicidad?, me pregunto mientras junto letras en este humilde blog. La felicidad, decían los clásicos, reside en la tranquilidad. Una tranquilidad basada en la calma interior. Calma como las aguas de un lago que rompen su quietud con los saltos de las ranas.

A lo largo de aquellos años, conocí mucha gente a deshora. Los ojos de Gabriela han perdido el brillo, que lucía cuando era adolescente. Era la más popular del instituto. Tanto que en muchos cuadernos lucía su nombre en medio de corazones. Hoy estás arriba y mañana abajo. Hoy abajo y mañana arriba. El concepto de noria sirve para la vida. Enferma de cáncer, y rica hasta las trancas, daría lo que fuera por estar sana. Y es que, queridísimos amigos, la riqueza es un término subjetivo. Usted puede comprar muchas cosas con dinero pero la salud y el conocimiento no se venden en la tienda de la esquina. De ahí que todo está bien pero en su justa medida. De ahí el término medio que decía Aristóteles. Ni un extremo ni el otro sino la moderación. En la moderación sanamos la angustia que produce el exceso y el defecto. Una moderación que requiere la renuncia a la avaricia y la lucha por no caer en la pobreza. En la pantalla tonta, cientos personas brindan con cava porque les ha tocado la lotería.

Querer y no poder

Después de la Ilustración, llegó el siglo de los corazones. La voluntad de vivir y poder, que dirían Schopenhauer y Nietzsche, sustituyeron a la razón como vehículo de progreso moral. Cada momento histórico se relaciona con un problema filosófico. Así, por ejemplo, la Edad Media tuvo como telón de fondo la disyuntiva entre razón y fe. La Modernidad estuvo marcada por el problema del conocimiento. Hoy, el dilema filosófico no es otro que la contradicción o la diversidad. Digo contradicción porque existen valores antagónicos que, de alguna manera, ponen en crisis al ser humano. Por un lado, el sistema educativo inculca la cooperación y la fraternidad. La solidaridad entre semejantes, la educación por proyectos y la inclusión – entre otros – se convierten en el buque insignia del modelo de enseñanza actual. Ahora bien, esta conciencia cívica colisiona con las proclamas del sistema capitalista. Frente al aprendizaje colaborativo, tenemos un modelo de sociedad darwinista. Un modelo basado en el mérito y el esfuerzo individual como motor de ascenso social. Un ascenso que busca el "ser más". Y en ese "ser más" muere la cultura de lo cívico.

Hemos pasado, maldita sea, de la conciencia de clase, que decía Marx, a la "conciencia empresarial". Estamos ante una sociedad donde cada ser humano se convierte en una empresa para sí mismo. La forma de vida actual reproduce la cultura empresarial. Estamos, por tanto, ante un mercado occidental que visibiliza el éxito y minusvalora el fracaso. Y ese éxito se mide en términos de "likes", visualizaciones de "reels", marca de coche y ubicación de la casa o chalet. Este modelo de metafísica capitalista deja poco margen a la ataraxia o imperturbabilidad de espíritu. La vida calmada, retirada del mundanal ruido y desconectada de las redes sociales no cumple con el canon de felicidad actual. Así las cosas, Manolo – por ejemplo – lee “libros de autoayuda”, hace pesas en el gimnasio, dedica tiempo a su avatar y riega, a diario, su marca personal. Manolo es una de las millones de empresas que cada día caminan por la selva de lo urbano. Y como empresa busca, a través de la razón instrumental, obtener ganancias y cuota de mercado en un juego de suma cero. Para ello, lucha por diferenciar su producto. Y lucha por ser alguien relevante y bien posicionado en el ranking social.

Esta "vida empresarial" exige "autoexigencia". Y en esa "autoexigencia" es cuando se pone en riesgo la salud mental. La inquietud y la esclavitud por el "yo más" contribuyen al insomnio, el aumento de los niveles de cortisol y la inflamación. Ahí es donde reside la enfermedad occidental. Una enfermedad cuyo síntoma no es otro que el "querer y no poder". Las Redes Sociales muestran, en un sólo espacio, una diversidad de biografías. Una diversidad de vidas exitosas, rostros simétricos y dientes blancos. Esa identidad, que invade los tentáculos de la mediocridad, ejerce un poder estético en todos los ámbitos de lo cotidiano. Este poder se manifiesta en las redes y en los medios de comunicación. La angustia ante la fealdad impide que el ser humano – Manolo a Gabriela – recuperen el sentido por su vida. La auténtica verdad no es otra que pobres y ricos cabalgan hacia la lo feo. Por mucho retoque estético, la materia es la auténtica demostración del tiempo. Una materia que, sujeta a las leyes de la naturaleza, envejece y muere. Así las cosas, la cultura de la competición desemboca en vacío. La lucha por el tener esconde, bajo la alfombra de la vida, las cenizas de millones de colillas. De colillas manchadas de carmín.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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