• LIBROS

  • open_southeners_logo

    Diseño y desarrollo web a medida

Sobre «públicas» y «privadas»

No me gusta escribir en caliente. Prefiero que el temporal amaine para deambular por las calles del vertedero. Hace una semana, el debate no era otro que la disyuntiva entre universidades públicas y privadas. Al parecer existen, en España, casi el mismo número de unas y otras. Y en esta paridad yace el debate entre "buenas", "malas" y viceversa. Recuerdo, cuando finalicé el antiguo COU. (Curso de Orientación Universitaria), mis padres atravesaban por graves problemas económicos. Tantos que, con una de las mejores notas de selectividad, no pude estudiar la carrera deseada. Y no pude porque la disyuntiva familiar oscilaba entre "comer" o "estudiar". Fueron tiempos terribles para los míos. Aunque mi padre quería que estudiara en Valencia, la realidad era bien distinta. Quería pero no podía. Y en esa angustia que suponía "querer y no poder", mis padres sufrían en silencio. De tal modo que estudié una carrera, que me gustaba pero no me enamoraba. La hice en "la pública", en Alicante.

Recuerdo como compañeros de clase. Compañeros a los que ayudaba, día tras día – en física y matemáticas – se matriculaban en universidades privadas para estudiar las carreras deseadas. Carreras que, por nota, no podían estudiar en "la pública". Así las cosas, sentí que el "mérito y el esfuerzo" no siempre son recompensados. De nada me sirvió un expediente brillante. De nada tantas y tantas horas dedicadas para la construcción de mi futuro. La infraestructura familiar – que diría Marx – condicionó las ensoñaciones de ese joven humilde de las tripas alicantinas. En esa época, queridísimos amigos, me venían pensamientos a la mente. Recordaba cuando mi abuelo – que en paz descanse – decía aquello de "la España de los pudientes". Sufrí, durante muchos años, la frustración mental. Hasta tal punto que, años más tarde, volví a la UNED y, gracias a ella, estudié tres carreras más, aparte de la que tenía. Fueron años duros. Años dedicados, en "cuerpo y alma", a los libros. Pero, al fin y al cabo, años ganados para ajustar cuentas con el pasado. Hoy, miro a los adolescentes y sufro, en silencio, cuando ni les llega la nota para "la pública", ni el dinero para "la privada".

Lejos de que en "la privada" los estudios sean más fáciles o difíciles. Y lejos de que alguien las etiquete como "chiringuitos", el Estado debería garantizar una oferta de títulos equitativa entre sendas universidades. Con ello se conseguiría una igualdad de oportunidades entre familias más y menos pudientes. La universidad, aparte de su conexión con el entorno laboral, es una institución que cultiva el conocimiento. Y el conocimiento no se debería convertir en mercancía. De ahí que existen carreras, como por ejemplo Medicina y sus derivadas, donde hay un desajuste entre oferta y demanda. Y ese desajuste repercute, por desgracia, en frustraciones y éxodos – para aquellos que se lo puedan permitir – hacia "la privada". Esta desigualdad de oportunidades suscita malestar social, y afecta, de alguna manera, a la salud mental de los estudiantes universitarios. Estudiantes que, por décimas, y con notas brillantes se ven obligados a estudiar las carreras menos deseadas. Estamos ante una "keynesianismo negativo" donde buena parte de "las privadas" corrigen, o dan respuesta, a los déficits o sesgos del Estado.

Neomercantilismo

Fukuyama defendió el final de la historia. Un final que entendió como la victoria del liberalismo sobre el comunismo. Tras la llegada de Donald Trump a La Casablanca, el sino histórico ha cambiado. Y ha cambiado, queridísimos lectores, porque sus acciones responden a marcos del pasado. Responden, como les digo, a las prácticas del Absolutismo Regio. Un absolutismo que configuró la política europea durante los siglos XVI y XVIII. El auge de las monarquías absolutas supuso el puente entre la configuración de poder medieval y el contemporáneo. Durante ese periodo, existió una intervención del Estado en la economía, el control de la moneda y el aumento de la producción propia. Estas medidas persiguieron la fortaleza del Estado-nación frente a posibles amenazas exteriores. El aumento de la producción propia se consiguió, como saben, mediante el control de los recursos naturales, subsidios a empresas, creación de monopolios, la imposición de aranceles a los productos extranjeros y el incremento de la oferta monetaria.

Las acciones de Trump refutan los postulados de Fukuyama. La ideología liberal se desmorona ante la llegada de un neomercantilismo cuyo trasfondo, no es otro, que el fortalecimiento de lo local en detrimento de lo global. Estamos ante una nueva reestructuración de la economía, a nivel mundial, que pone en valor el péndulo histórico que defendía Foucault. El neomercantilismo no es otra cosa que una defensa contra el dinosaurio chino. El "low cost" asiático, y su extensión planetaria, ha herido el orgullo americano. Tras el descalabro de Vietnam, los EEUU han luchado por lograr la medalla de oro en el podium internacional. Ahuyentado el fantasma de la Guerra Fría, y con la llegada de múltiples Organizaciones Internacionales, se consiguió – de alguna manera – una estabilidad pacífica entre los grandes rivales clásicos. La llegada de Trump simboliza la restauración del honor americano. Simboliza el rugido del león herido. Y simboliza, y disculpen por la redundancia, la venganza del "Conde de Montecristo". Estamos, pues, ante "un ajuste de cuentas" de EEUU con sus "otros históricos".

Así las cosas, EEUU se ha convertido en ese líder juvenil que nadie reconoce en la edad adulta. Estamos ante ese joven que lideró los pasillos del instituto y que, llegado a los cincuenta, vive anclado en la nostalgia. Esa nostalgia – de corte romántico – se podría definir como la resurrección del sueño americano. EEUU quiere volver a ser ese país postmoderno que reflejaba a las utopías europeas. Y para ello, para resucitar de las cenizas, necesita relevancia internacional. Necesita liderar la cruzada económica contra su enemigo y recuperar la esperanza imperial. Para ello, Trump se ha convertido en una especie de monarca, o Mesías, que – legitimado por las urnas – resucita el mercantilismo. Un mercantilismo que activa, y perdonen por la analogía, la tercera ley de Newton. Estamos pues ante el efecto de la acción-reacción. Un efecto que desemboca en mundo conformado por autarquías. Autarquías que, dentro de un marco de insuficiencia económica, nacen muertas por el reparto desigual de los recursos naturales.

Guerrafobia

Las negociaciones entre Trump y Putin, la llegada de los aranceles y el debate sobre la OTAN han abierto nuevos frentes en los diálogos callejeros. Desde hace unas semanas, en Europa, hablamos de "rearme" o "estar preparados". Hablamos, como les digo, de aumentar el presupuesto militar. Y hablamos de "kit de supervivencia". Estamos ante relatos que invitan a la preocupación de la sociedad civil. El miedo es una emoción universal. Todos los animales, y entre ellos estamos nosotros, tienen miedo ante cualquier amenaza que ponga en riesgo su zona de confort. Así las cosas, el perro siente miedo ante la presencia de un animal superior. Y siente miedo, como diría Darwin, ante las consecuencias de la selección natural. Lo mismo pasa con Manolo o Jacinto. Ambos sienten temor ante la llegada de cualquier situación que escape de su control.

Entre los miedos humanos tenemos, por ejemplo, el miedo a enfermar, morir, volar, hablar en público, a las serpientes, a las arañas, a perder la cordura y el miedo a la guerra. Existe una preocupación ante la llegada de un conflicto bélico, que tire por la borda nuestra paz histórica. Hay miedo a que, el día menos pensado, otro país bombardeé nuestros tejados. Un miedo que lo llevamos en nuestros genes. Genes de nuestros pasados, que amurallaban sus aldeas ante el temor de que el fuego hiciera mella en sus vidas. Este miedo existe cuando el ser humano percibe algo como amenaza. Cuando escucha la cerradura de su casa o cuando escucha, en los medios de comunicación, que un país cercano al suyo sufre – en sus oídos – las alarmas de la guerra. Los miedos se retroalimentan de testimonios vivos. El miedo a la guerra, por ejemplo, aumenta ante el relato de ancianos, que vivieron la Guerra Civil española. Una guerra que dejó heridas abiertas entre rojos y azules.

En estos momentos, existe una "guerrafobia" en Europa. Miles de ciudadanos viven preocupados ante el temor de un conflicto bélico que ponga en jaque sus vidas. Existe miedo a que se haga realidad el fantasma de la Tercera Guerra Mundial. Y lo hay, claro que lo hay, porque siempre existe una primera vez que supere la ficción. Y lo hay, queridísimos amigos, porque – en la historia reciente del mundo actual – hay tres señores – Stalin, Hitler y Mussolini – que hicieron mucho daño a la humanidad. De ahí que exista temor a que la Seguridad y la Paz deriven en Inseguridad y Guerra. Existe un temor colectivo al "efecto del péndulo histórico". Temor a que la historia se repita. A que se repitan, aunque con distintos protagonistas, las estructuras belicistas. A que la ambición por el territorio alumbre las sombras del pasado. El "kit de supervivencia" aviva la fobia hacia la guerra. El "kit" nos recuerda a la búsqueda de suministros en los primeros días de la Covid-19. Suministros ante la presencia de un enemigo invisible que invadía nuestras vidas.

Sobre ética y literatura

Dice Luisgé Martín, autor de El odio, que "Bretón – acusado de matar a sus hijos – es una persona muy corriente". Estas declaraciones, realizadas en una entrevista para El País, surgen con ocasión de la inminente publicación de un libro cargado de polémica. El odio, editado por Anagrama, abre el debate sobre ética y literatura. La libertad de expresión y creación literaria, ¿debe sobrepasar las líneas del sufrimiento ajeno? El daño, ¿también forma parte del arte? O dicho de otro modo, ¿el arte solo debe ser placentero? Si miramos a través de los retrovisores literarios, observamos obras que – siendo dañinas – han vendido ejemplares en la industria de la cultura. Existe, por tanto, una demanda ante tales publicaciones, que se traduce en beneficios económicos para la iniciativa privada. Esa razón instrumental, y basada en el mercado, suscita efectos colaterales.

Existe una colisión de derechos. Por un lado, asistimos al derecho a una información de relevancia social. Y por otro, el derecho a la intimidad, el honor y la imagen. Así las cosas, El odio muestra visibilidad a la criminalidad. La criminalidad, en el sentido amplio del término, está presente en la sociedad. Es una cuestión que preocupa a los ciudadanos. Sin embargo, este derecho fricciona con el respeto a las víctimas. Respeto a Ruth Ortiz – madre de los niños asesinados – a vivir el duelo en privado. Respeto a que semejante tragedia no sirva de reclamo literario. El dolor, de esa madre, debe ser tan intenso que cualquier consuelo es poco ante lo sucedido. Así las cosas, estamos ante un tema difícil de abordar. Difícil porque la razón – el argumento literario y legal – ha olvidado al emocional. Ha olvidado el dolor que causa la publicación. Diría Kant, en su imperativo categórico, no hagas aquello que no te gustara que te hicieran. Luego a nadie, y disculpen por la universalidad, le agradaría que hurgaran en sus heridas.

Llegados a este punto, ¿se debe o no publicar el libro de Bretón? Con los mimbres legales sobre la mesa – según un juez de Barcelona – el libro debe ser publicado. Parece que prevalece la libertad literaria sobre el dolor de las víctimas. Aún así, la Fiscalía de Menores pide a la Audiencia de Barcelona que paralice inmediatamente la publicación de la obra. Con los mimbres éticos, el libro – y es la opinión de este humilde bloguero – no debería salir a la luz. Decía Sócrates "que nadie hace el mal a sabiendas". En este caso, y perdonen mi atrevimiento a contradecir al maestro – existe un daño manifiesto en las víctimas. Existe, al mismo tiempo, una "banalidad del mal", en palabras de Hannah Arendt. Una banalidad porque, en caso de que se publicara, Luisgé Martín lo haría porque el sistema se lo permite. Aún así, ¿se puede hacer el bien a costa del mal ajeno? Existe algún residuo de bien en divulgar el mal. Y cuando hablo del mal, me refiero a la narración de la atrocidad. No, no creo en un arte de lo inapropiado. No, la experiencia lectora no se debe sustentar con los efectos colaterales del dolor ajeno.

La Europa preparada

Decía Nietzsche – filósofo al que le debo mi profesión – que el conocimiento es una cuestión de perspectivas. Algo es bello o feo en función del ángulo con que se mire. Así las cosas, la psicoterapia – en muchas ocasiones – se basa en premisas filosóficas. De tal modo que entre paciente y psicoterapeuta se intercambian cambios de perspectiva. Cambios en el modo de contemplar los avatares de la vida. Avatares que no se perciben igual con un cuerpo de quince que con otro de cincuenta. Por ello, la angustia ante la vida es relativa. Y en ese relativismo mueren las verdades absolutas. Mueren los ídolos, que diría el autor del Ecce Homo. Algo similar ocurre con el lenguaje. Las palabras viven en el contexto. Un contexto donde se desarrollan, en términos de Wittgenstein, "los juegos del lenguaje". Juegos que tienen lugar en las paradas de autobús, en las colas de una panadería o en los pasillos del Senado.

Cualquier frase, por muy insignificante que sea, necesita – salvo que hablemos del lenguaje científico – una interpretación por parte del oyente. Un oyente que, a su vez, necesita un conocimiento adecuado sobre la cultura que envuelve al acto comunicativo. Necesita comprender el "alma de las palabras". Y esa alma no se halla en la semántica sino en la pragmática. Es necesario que Manolo, por ejemplo, entienda el humor de su momento. Es urgente que sepa el doble sentido de las palabras, las metáforas y refranes que envuelven el lenguaje callejero. Alguien que no es capaz de descifrar la "metafísica de las palabras" se convierte en un obstáculo para el diálogo. En un obstáculo, y disculpen el atrevimiento, porque su incomprensión provoca problemas comunicativos. Provoca malentendidos y confusiones que necesitan aclaraciones. Las palabras nunca regresan a la boca. Una vez emitidas viven fuera de nosotros. Y en esa vida, que se manifiesta en los diálogos, se producen lamentos y alegrías. Se producen hasta heridas que necesitan de "curas del lenguaje" para que cicatricen. De ahí que debamos apelar a la responsabilidad del hablante.

Esta semana, sin ir más lejos, Sánchez y Meoloni han puesto los puntos sobre las íes. Ambos han manifestado a Bruselas su descontento por el término "rearme". Con este término – de connotaciones belicistas – se bautizaba a la nueva era europea. Una nueva era marcada por el aumento – en todos los Estados miembros – del presupuesto militar. Un incremento que pretende fortalecer a la Unión Europea ante la nueva realidad geopolítica. La supuesta "reconciliación" entre EEUU y Rusia suscita una reconceptualización de la "marca Europa". Una Europa que está en medio – como si de un sándwich se tratara – entre las dos súper potencias de antaño. Así las cosas, "rearme" enciende las alarmas y la preocupación ciudadana. De ahí que sean preferibles los términos "estar preparados" o "preparación defensiva". Aunque todos apelen al mismo objetivo, que no es otro que la protección ante la nueva coyuntura, la palabra "rearme" se convierte en tabú. Un tabú lingüístico que abre las heridas de épocas pasadas. Las palabras – y retomo el pensamiento de Wittgenstein – crean la realidad. Y no es la misma realidad una "Europa rearmada" que una "Europa preparada".

De pasados y presentes

Tras bajar la basura, deambulé por las calles del vertedero. Allí, entre residuos y cadáveres materiales, anduve por los recovecos del pasado. La historia, frente a lo que defienden algunos, no siempre camina hacia lo perfecto. Existen, maldita sea, repeticiones de torpezas y errores pasados. De ahí que existe una especie de péndulo que repite episodios caducados. Existe un retorno a viejas estructuras. Cambian los protagonistas. Cambian los personajes pero abundan las películas y finales similares. Por ello, queridísimos amigos, siempre doy gracias al presente histórico que vivo. A veces, miro por la ventana y brindo por la democracia, la paz y la seguridad. Aún así, no olvido a quienes viven, en la actualidad, periodos convulsos y difíciles de tratar. La geopolítica determina la vida de millones de similares a nosotros. Por ello, aunque un árbol sea un árbol, sus frutos son distintos en función del paisaje donde agarren sus raíces.

Tras cuarenta años de dictadura y un golpe de Estado fallido, España vive casi medio siglo de calma. Casi cincuenta años, como digo, de tranquilidad bélica tanto interna como externa. Ello, por desgracia, no significa que siempre siga igual. El siglo XIX, sin ir más lejos, fue una amalgama de regímenes políticos. De arreglos y desarreglos que culminaron en una sociedad polarizada y enfrentada. Una sociedad que soñaba con la estabilidad y el orden. Una estabilidad complicada ante la instauración de la radicalidad. La moderación, queridísimos amigos, es la clave para la dilatación de los periodos convulsos. Ni la cobardía – que diría Aristóteles – ni la temeridad sino la valentía. Nuestra consolidación democrática, y nuestra pertenencia a la Unión Europea, dificulta – para bien – la vuelta a una autocracia. Es complicado que exista una sublevación militar. Pero aún así, no debemos bajar la guardia. Y no la debemos porque cualquier nube de causas puede desencadenar un conflicto internacional.

El otro día, me decía Jacinto – un octogenario de mi pueblo – que "los republicanos no vieron la sombra de la dictadura". "Como tampoco – le respondí – avistamos la llegada de una pandemia". Los fenómenos históricos acontecen, en muchas ocasiones, de forma holística. No existe una linealidad sino un cúmulo de factores geográficos y temporales que desencadenan conflictos y pactos de paz. La vida desarrolla las mismas estructuras. En el camino hacia la vejez, puede ocurrir cualquier cosa. Desde enfermedades leves hasta tumores, accidentes y tragedias impensables. Es importante que desarrollemos la mirada presente. Una mirada que ocupe y no preocupe al espectador. De ahí, la necesidad de educar en el ahora. Soñar es necesario pero no suficiente para la vida buena. El sueño transcurre en una fantasmagoría, o dicho de otro modo, en otra realidad. La vida real se cuece en el cotidiano. Se cuece en los diálogos callejeros y en las acciones del día a día. Lo mismo ocurre con los países. Es obvio que el presente se explica con los mimbres del pasado. Pero tales mimbres no siempre atienden a razones, sino a pasiones, sinrazones y caprichos del azar.

El capitalismo digital

Nietzsche, allá por el siglo XIX, criticó a la razón. Las proclamas de la Revolución Francesa habían fracasado. Existía un progreso técnico que no se correspondía con el progreso moral. En lugar de libertad, fraternidad e igualdad. Ahora, asistíamos a sociedades más esclavas, menos fraternales y más desiguales. Él avistó, en el "superhombre", la solución. Una solución que pasaba por una sociedad de seres humanos más vitales, entusiasmados y preocupados de sí mismos. Hoy, en el siglo XXI, existe una "nueva religión" que nos sitúa ante el nihilismo de ayer. Esta "nueva religión" contiene predicadores, seguidores y un relato como reclamo. Estamos ante un sistema digital que produce alienación, vacío espiritual y consumo subliminal. Este sistema, compuesto por grandes plataformas, Inteligencia Artificial y redes sociales, nos sitúa ante la vulnerabilidad. Manolo, sin saberlo a ciencia cierta, viaja – a diario – por surcos digitales. Y como él, cientos de Manolos, creen que son libres pero no lo son. Son perseguidos por las cookies. Por las mismas que, día tras día, se convierten en un espejo de sus gustos e intereses.

Esta "vigilancia consentida" rompe, de alguna manera, los cimientos de la privacidad. Rota la privacidad, el mundo digital se convierte en un "sujeto desnudo" que corre por la Gran Vía. Sin nada que lo cubra, sus cicatrices y manchas de carmín son visibles ante los ojos del otro. De ahí que estamos ante una "vulnerabilidad vital" que sirve a los intereses del mercado. En el "Gran Hermano Digital" (GHD), todos somos "mónadas" – en la terminología de Leibniz – que nos reflejamos en infinitas retinas.  Y en ese "infinito digital", que se retroalimenta por la recombinación instantánea de millones de discursos e imágenes, nace el "capitalismo digital". Un capitalismo determinado por el algoritmo y el azar residual. Ahí, en esa charca repleta de reptiles, nos miramos y reflejamos los unos a los otros. Una charca donde no existe "conciencia digital" sino la confluencia de intereses particulares con objetivos similares. La búsqueda del reconocimiento, la aceptación grupal y el sentir que somos "parte de". Parte de un mundo digital que reproduce la lógica capitalista del mundo real.

Ahí, en esa jungla pacífica que algunos llaman Internet, se producen luchas de egos. Luchas entre rivales políticos. Luchas entre empresas por aumentar la cuota de mercado. Y luchas por atesorar más "likes" y seguidores. Y en esa "lucha digital" hay vencedores y vencidos. Hay cobardes y valientes. Hay sinceridad e hipocresía. Hay satisfacción y necesidad. Hay una dialéctica hegeliana y marxista que mueve las turbinas de los infelices hacia la utopía. Infelices alienados que buscan un haz de alegría en el recuento de "likes". De "likes" que miden el nivel diario de reconocimiento. Un reconocimiento, en ocasiones, de momentos insignificantes. De momentos como una foto donde aparece una taza de café. Se aplaude lo frívolo y lo absurdo. Se aplaude lo cotidiano. Y en ese aplauso, el mediocre saborea "el pastel de lo importante". Esa dialéctica contribuye a la desigualdad. Una desigualdad donde "influencers" y  "ecommerces"  se enriquecen a costa del "campesinado digital". De un "campesinado" que vive ensimismado en el mundo del click. En un mundo fantasmagórico que reproduce los intereses del capital.

Mazón y la sombra de la dimisión

El 29 de octubre, del pasado año, supuso un antes y un después en el periplo de Carlos Mazón. Una DANA dejaba 232 fallecidos y tres desaparecidos en las tierras valencianas. A ello se suman los miles de daños materiales. Daños en forma de carreteras rotas, casas y coches destrozados. Hoy, cuatro meses después, Mazón sigue atornillado al sillón como si de un emperador romano se tratara. Y lo hace pese a las protestas callejeras que exigen su dimisión. La ambigüedad, en la gestión de la catástrofe, sitúa en la encrucijada al presidente de la Generalitat. Una ambigüedad que pone en jaque los cimientos de la responsabilidad política. A día de hoy, hay razones para exigir un "estatuto de la dimisión". Un "estatuto" que regule, de una vez por todas, qué conductas son, o no, motivos de dimisión. Y que las regule, como digo, más allá de intereses partidistas, oportunistas y electoralistas.

Cualquier tragedia humana y material responde a una nube de causas. No existe, por tanto, accidente sin causa sino la impericia del investigador para explicar las mismas. Si no hubiese hecho esto, no hubiese ocurrido aquello. Y si no hubiese ocurrido aquello, el accidente no se hubiese producido. Esta cadena de "hubieses" pone en valor la urgencia de medidas preventivas. Lejos de defender, o no, el cambio climático y sus consecuencias. Lejos de que existan corrientes negacionistas, lo cierto y verdad es que siempre han existido catástrofes climáticas. Desde las lluvias torrenciales de antaño, pasando por las gotas frías y ahora con las danas. De tal modo que, con más o menos frecuencia y por mucho que nos duela, continuarán. Ante esta verdad que nos causa inseguridad, se deben activar políticas de coordinación que afecten a la prevención y protección del riesgo atmosférico. Hace falta una mirada estadista que ponga en valor el interés general en detrimento del ideológico. Por encima de los sillones – del ego y la vanidad de cualquier elegido – está la responsabilidad política. Una responsabilidad que cursa con rendir cuentas sobre cualquier gestión social.

Desde la DANA, asistimos a cientos de contradicciones y ambigüedades, que – lejos de aclarar – oscurecen y enturbian la verdad. De ahí que los ciudadanos salgan a la calle. Y de ahí que exijan la dimisión de Mazón. Dimisión por sus supuestos "cambios de versión". Los "cambios de versión", vengan del político que vengan, insuflan incertidumbre en la población. ¿Por qué ha dicho esto cuando ayer dijo aquello? Esta pregunta tira por la borda la coherencia, que debe tener cualquier responsable político. Los momentos de crisis ponen en valor la comunicación política. Saber qué, cómo y cuándo transmitir la información requiere rigor y empatía. Rigor, como les digo, para evitar interpretaciones tendenciosas y partidistas. Y empatía para comprender el dolor de las víctimas. El político no está – faltaría más – en posesión de lo perfecto. Su condición lleva implícita la equivocación. Equivocación, como les digo, en la toma de decisiones. Y equivocación por su praxis política. Ante ello, lo más ético no es otra cosa que la dimisión. Por encima de cualquier sillón o carrera política, el elegido – ante cualquier contradicción por su gestión – debe dimitir. Dimitir "por dignidad".

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

  • Categorías

  • Bitakoras
  • Comentarios recientes

  • Archivos