Decía Platón que la democracia no era el mejor sistema político. Y no lo era porque Trasíbulo asesinó al hombre más coherente de Atenas. Muerto Sócrates, Platón viajó por Siracusa. Allí quiso aplicar su Estado ideal. Un Estado, como les digo, gobernado por los sabios. Gobernado por quienes vieron el sol tras salir de la caverna. Ellos serían los mejores para gobernar conforme al bien en sí. La democracia, decía el maestro de Aristóteles, no es la mejor forma de Gobierno. En ella no gobiernan los mejores sino los adecuados. El sorteo no es un método eficaz para elegir a los gobernantes. Y no lo es porque cualquiera – con independencia de su inteligencia – puede ser elegido. Da igual que sea un ludópata, violador o vago por naturaleza. El cetro puede ser empuñado por Manolo, el más tonto de la polis. Arriba deben estar los mejores. No los mejores de linaje sino los más capaces políticamente. Y los más capaces son quienes cultivan el estudio y racionalizan las emociones.
Hoy en día, muy poca gente sigue los consejos de Platón. Casi nadie ha leído su República. Tanto es así que, cientos de siglos después, cualquiera puede ser alcalde. No existe una habilitación para la política. Nadie hace un examen que demuestre su valía. Así las cosas, corremos el riesgo que algunos elegidos se hallen desprovistos de justicia. Se hallen, como les digo, con una infraestructura injusta de su alma. De tal modo que sus psiques emocionales manden sobre su razón. Y cuando ello ocurre – cuando el "caballo feo y malo" controla al auriga del carro romano – el político nace descarriado. Nace con una predisposición hacia el deseo y los placeres mundanos. Y en esa búsqueda de hedonismo barato, Jacinto se corrompe ante las tentaciones de palacio. Aristóteles también criticó la democracia. Y la criticó porque la consideró "el gobierno de los pobres". Un gobierno donde el interés particular prevalecía sobre el general.
Aristóteles defendió la República como la mejor forma de Gobierno. La República representa a la clase media y a la Ley. Este sistema vela por el bien común. Estamos, por tanto, ante una forma intermedia entre el gobierno de los pobres y el de los ricos (la oligarquía). La República simboliza el "término medio". Un "término medio" dirigido por la razón. El gobernante justo debe mirar a ambos lados del espectro y encontrar la esencia que une los extremos. Y en esa esencia se halla el centro político. Un centro que – en los tiempos actuales – pierde fuelle por culpa de los radicalismos. Los radicalismos surgen ante la ausencia de partidos atrapalotodo. De partidos que miren más allá del interés particular. Ante esa ausencia de centro, la población busca refugio en los márgenes políticos. En días como hoy, ni las recomendaciones de Platón, ni las de Aristóteles, sirven a la praxis. Estamos, por desgracia, ante una democracia desprovista de meritocracia. Estamos ante una crisis del término medio que agudiza los extremos. Esta política, antiplatónica y antiaristotélica, nos conduce hacia la muerte de la decedencia.












