Después de cenar, bajé al Capri. Necesita un momento de soledad en los taburetes de la barra. Allí, solo y sin ningún perro que me ladrase, emborraché mis penas con sorbos de tequila. En la televisión, varios todólogos hablaban, largo y tendido, sobre lo sucedido en Torre Pacheco. Mientras veía las imágenes, me venía a la mente aquel año – de mis tiempos de interino – cuando trabajé en esa localidad de las tripas murcianas. Era un instituto pequeño y grande al mismo tiempo. Pequeño por el número de alumnos y profesores. Grande porque allí aprendí a gestionar la diversidad mediante medidas inclusivas. Existía una comunidad significativa de adolescentes procedentes de Marruecos. Eran hijos de inmigrantes que, alejados de su tierra, venían a España en busca de un futuro mejor. Y por esta razón, el diálogo entre culturas se convertía en el espíritu del aula. De ellos aprendí sus costumbres y tradiciones. Aprendí que, tras la coraza de lo cultural, existe la esencia de la humanidad. Una esencia que se debate entre la maldad y la bondad. Entre el "hombre es un lobo para el hombre" o el "buen salvaje" de Rousseau.
Los altercados de Torre Pacheco ponen en valor las tesis de Hobbes y tiran por la borda el intelectualismo moral de Sócrates. La violencia, ya sea como medio o como un fin en sí misma, no es justificable. Y no lo es porque, aunque seamos mamíferos como los tigres y los leones, hemos renunciado al estado de naturaleza para vivir en un entorno seguro y pacífico. Hemos renunciado a gran parte de nuestra libertad animal a cambio de una convivencia social basada en el respeto, la tolerancia y la empatía. Estos tres pilares, fundamentales para la paz, son condición necesaria pero no suficiente. A estos ingredientes les falta el pensamiento crítico. Un pensamiento crítico que detecte los prejuicios, estereotipos, sesgos y falacias. Cuando falla alguno de estos elementos, el alma de la sociedad se resquebraja. Y se resquebraja porque tales ingredientes – respeto, tolerancia y empatía – necesitan una fuerza que los una. Dicha fuerza es el amor. Un amor hacia la diferencia, la diversidad y el enriquecimiento mutuo. Amor al otro por lo que es y no por lo que tiene. Amor para desarrollar una filosofía del sosiego que abra los caminos del entendimiento.
Hoy, amigas y amigos, existen corrientes de odio que tiran por la borda los gestos de amor. Y las hay porque hemos hecho invisible la bondad. Mientras el odio se convierte en reclamo mediático, el amor pasa de puntillas por el arcén de nuestras vidas. Corrupción, violencia de género, robos, delincuencia y crispación política dificultan la paz. A ello, sumamos la inversión de los valores. Hemos pasado de valorar el conocimiento a minusvalorar el mérito y el esfuerzo. Ello nos conducirá, tarde o temprano, a una sociedad ignorante, gregaria y fácil de manipular. Hemos pasado de valorar el tiempo a pasar, horas y horas, enganchados en las pantallas. Ello nos conduce, a una sociedad del "lo quiero todo y lo quiero ya". Se pierde, por tanto, la espera como motor de progreso. Y se pierde, por desgracia, la conexión con el pasado. Se nos ha olvidado que España fue un país de emigrantes. Se nos olvida que en miles de familias existe un padre o un abuelo, que emigró – por necesidad – ante la esperanza de conseguir una vida mejor. Hace falta que se desarrolle una pedagogía del diálogo. Si no lo hacemos, la violencia – manifiesta en Torre Pacheco – se convertirá en la punta del iceberg.