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Sobre clásicos y democracia

Decía Platón que la democracia no era el mejor sistema político. Y no lo era porque Trasíbulo asesinó al hombre más coherente de Atenas. Muerto Sócrates, Platón viajó por Siracusa. Allí quiso aplicar su Estado ideal. Un Estado, como les digo, gobernado por los sabios. Gobernado por quienes vieron el sol tras salir de la caverna. Ellos serían los mejores para gobernar conforme al bien en sí. La democracia, decía el maestro de Aristóteles, no es la mejor forma de Gobierno. En ella no gobiernan los mejores sino los adecuados. El sorteo no es un método eficaz para elegir a los gobernantes. Y no lo es porque cualquiera – con independencia de su inteligencia – puede ser elegido. Da igual que sea un ludópata, violador o vago por naturaleza. El cetro puede ser empuñado por Manolo, el más tonto de la polis. Arriba deben estar los mejores. No los mejores de linaje sino los más capaces políticamente. Y los más capaces son quienes cultivan el estudio y racionalizan las emociones.

Hoy en día, muy poca gente sigue los consejos de Platón. Casi nadie ha leído su República. Tanto es así que, cientos de siglos después, cualquiera puede ser alcalde. No existe una habilitación para la política. Nadie hace un examen que demuestre su valía. Así las cosas, corremos el riesgo que algunos elegidos se hallen desprovistos de justicia. Se hallen, como les digo, con una infraestructura injusta de su alma. De tal modo que sus psiques emocionales manden sobre su razón. Y cuando ello ocurre – cuando el "caballo feo y malo" controla al auriga del carro romano – el político nace descarriado. Nace con una predisposición hacia el deseo y los placeres mundanos. Y en esa búsqueda de hedonismo barato, Jacinto se corrompe ante las tentaciones de palacio. Aristóteles también criticó la democracia. Y la criticó porque la consideró "el gobierno de los pobres". Un gobierno donde el interés particular prevalecía sobre el general.

Aristóteles defendió la República como la mejor forma de Gobierno. La República representa a la clase media y a la Ley. Este sistema vela por el bien común. Estamos, por tanto, ante una forma intermedia entre el gobierno de los pobres y el de los ricos (la oligarquía). La República simboliza el "término medio". Un "término medio" dirigido por la razón. El gobernante justo debe mirar a ambos lados del espectro y encontrar la esencia que une los extremos. Y en esa esencia se halla el centro político. Un centro que – en los tiempos actuales – pierde fuelle por culpa de los radicalismos. Los radicalismos surgen ante la ausencia de partidos atrapalotodo. De partidos que miren más allá del interés particular. Ante esa ausencia de centro, la población busca refugio en los márgenes políticos. En días como hoy, ni las recomendaciones de Platón, ni las de Aristóteles, sirven a la praxis. Estamos, por desgracia, ante una democracia desprovista de meritocracia. Estamos ante una crisis del término medio que agudiza los extremos. Esta política, antiplatónica y antiaristotélica, nos conduce hacia la muerte de la decedencia.

Sobre jóvenes y filósofos

A las ocho de la mañana, los pasillos del instituto se convierten en una romería de jóvenes. De jóvenes, como digo – cada uno de un padre y una madre -,  que transitan por la vida con una mochilla repleta de miedos y alegrías. Son "chavales digitales", gente que ha nacido en un mundo de pantallas. Un mundo de "ladrones de tiempo", que muchos llaman "móvil". Mientras camino en dirección al aula, me viene a la mente ese chico con gafas de pasta, granos en la cara y pelo a lo afro. Ese chaval que fracasó y abandonó los estudios desde los catorce hasta los diecinueve años. Miro, por el retrovisor de la vida, y recuerdo aquellos prados de la España de los ochenta. La rebeldía formó parte de mi vida. Enfadado con el mundo, quise ver gigantes donde solo había molinos. Paso lista, con el móvil en la mano, y pronuncio – uno a uno – el nombre  de mis alumnos. La pizarra refleja el destello de las ventanas. Tras pasar del mito al logos, hoy tocan los presocráticos.

Hablamos del "Arjé", de ese primer elemento, o elementos, que explicaba el origen de la naturalaza. Conocemos a Tales, Anaximandro, Anaxímenes y Pitágoras entre otros filósofos de la physis. Mientras explico cada uno de ellos, hago un esquema en la pizarra. Los alumnos copian sin saber, a ciencia cierta, para qué sirve la filosofía. Les digo que la filosofía es una actitud ante la vida. Una posición crítica, total y racional hacia el mundo que nos rodea. El saber no ocupa lugar. La silla – les digo – ocupa un lugar en el espacio. Sin embargo, a nuestro cuerpo podemos arrojar toneladas y toneladas de conocimiento. Toneladas que nos alejan del resto de los animales. El gusano nace gusano y muere gusano. Su conducta está preprogramada antes del nacimiento. No puede escapar de la misión. Sí o sí, deberá tejer el capullo de seda. Nosotros, los humanos, nacemos con la tabula rasa. Somos el único animal que decide su ser. Y el ser – en palabras de Heidegger – lo construimos mediante la profesión. De tal manera que somos médicos, abogados o maestros.

Mientras explico, observo la clase. Observo como el rostro se convierte en un reflejo cognitivo. Pregunto, abro debates y camino como lo hacía Aristóteles por las sendas atenienses. En la pizarra enfrento a Heráclito y Parménides. Les digo a mis alumnos que con ellos comienza el dilema entre el devenir y el ser, o dicho de otro modo, entre el cambio y la permanencia. Para el jónico, todo cambia. Nada permanece. Y en ese devenir que es la vida, observamos como nuestro yo, no es el mismo ahora que hace veinte años. Cambia el cuerpo – que diría Nietzsche – y con él, el pensamiento. La vida no se percibe igual a los quince que a los cincuenta. Parménides no confía en los sentidos. La esencia es la muestra del ser. Somos lo que somos y si dejáramos de serlo, entonces no seríamos lo que somos. Luego el "ser es" y el "no ser, no es". María, por muchos años que pasen. Por muchas arrugas que surquen sus mejillas, seguirá siendo María hasta el día de su entierro. Y lo seguirá, queridísimos amigos, porque somos únicos. Únicos e irrepetibles como los dedos de nuestras manos.

Vox, el nuevo centro

Desde que Sánchez llegó a la Moncloa, el PP nunca asumió su derrota. En España, ganar unas elecciones – como las ganó Feijóo – es condición necesaria pero no suficiente para vivir en la Moncloa. La legitimidad última del presidente del Gobierno reside en las urnas y de la aritmética parlamentaria. Alberto Feijóo ganó las elecciones pero no consiguió la confianza de la Cámara. Así las cosas, Pedro es el presidente legítimo. Y lo es, queridísimos amigos, porque sus socios de Gobierno son partidos legales y legitimados para pactar. Por mucho que la derecha insulte – con aquello de "me gusta la fruta" – y alimente el fantasma del "sanchismo", Pedro es, y será – salvo que las urnas o una moción de censura decidan lo contrario – el elegido. Una vez aclarado esto, que son las vocales de la democracia, Feijóo debería ejercer como líder de la oposición.

Un líder de la oposición no es un negacionista que dice "no" a todo lo que decide el presidente del Gobierno. Un rival político se debe convertir en una "alternativa creíble". Y para ello, aparte de criticar la gestión del legítimo, debe crear nuevas narrativas que ilusionen a la gente. En días como hoy, el Sanchismo – lejos de la corrupción de su partido – ha supuesto crecimiento económico para España y bienestar territorial. El pacto con las fuerzas catalanas, y el gobierno de Salvador Illa, ha traído una "paz general". Se ha apagado el ruido de sables entre Cataluña y Madrid. Y se ha mejorado – de forma aguda – el Estado del Bienestar. Se han incrementado las ayudas familiares y ha descendido la brecha de la desigualdad. En términos generales, el gobierno de coalición no era una mala idea. Y no lo era porque gracias al Sanchismo, España progresa adecuadamente. Frente a esta forma de gobierno – basada en pactos -, Feijóo niega la nueva realidad. El bipartidismo de los tiempos felipistas es un canto de otro corral.

Llegados a este punto, Feijóo lo tiene crudo para gobernar España. Su partido yace roto desde el minuto número uno que apareció Vox. Si antes, el partido de Abascal era una formación de extremaderecha, ahora se ha convertido en la alternativa entre "rojos y azules". Estamos, paradojas de la política, ante el nuevo centro. Un centro que se proclama como alternativa ante un sachismo – desgastado por sus casos de corrupción – y un feijonismo – que "quiere pero no puede" volver a lo tiempos de Aznar -. Ante esta situación, Vox se proclama como un giro radical ante el cansancio de la situación. Se proclama como el partido que simboliza el orden frente al caos. Un partido – de corte conservador – que verbaliza un discurso radical. Un discurso que trata de vehicular una nueva moralidad. Una nueva moralidad distinta a la que Podemos protagonizó en su día. Ahora, no es la lucha contra la casta sino el orden contra el desorden. La paz contra la guerra. La amenaza contra la calma. Y, si quieren, la radicalidad contra el reformismo enquistado.

Las huellas del ahora

La postmodernidad supuso una crítica a los grandes relatos. La universalización del saber hizo aguas. Y el tiempo se convirtió en motivo de reflexión. Y es que, por mucho que dispongamos de reloj, no es lo mismo una hora en una situación que en otra. Una hora, en la sala de espera de un hospital – por ejemplo – es más larga, o al menos así la percibimos, que una hora con los amigos en el bar. El tiempo, que diría Einstein, es relativo. Los postmodernos fueron más allá y hablaron del "eterno retorno". Se puso en valor el "aquí y ahora" en detrimento del pasado y futuro. Tanto uno como el otro no existen en el presente. De tal modo que el instante es el único tiempo verdadero. De ahí que somos presente. Un presente que nace y muere en milésimas de segundos. Y un presente que cura las angustias temporales. Tanto pasado como futuro son motivo de nostalgia por lo vivido y ansiedad por lo que viviremos. A estas angustias, debemos sumar la finitud de la vida. Somos el único animal que sabe que morirá pero no sabe cuándo sucederá.

La ruptura con el "tiempo tradicional". La crítica a ese "pasado, presente y futuro" también trasciende a la política. De tal modo que se mira con lupa "el ayer" de los elegidos. Se hurga por sus recovecos genealógicos. Y se hurga para sacar alguna mancha que dañe su presente. Las "huellas del antes" quedan impregnadas en las arenas de las hemerotecas. A través de las mismas, los adversarios sacan los trapos sucios del pasado. De un pasado que ya no existe. Y no existe porque lo asesinó la evolución. La evolución – el cambio – que supone el tránsito por la vida implica tensión en la imagen del retrovisor. A través del espejo, Andrés observa a ese otro que fue y ya no es en el presente. Observa como sus círculos sociales han cambiado. Y constata como su manera de pensar también ha sufrido alteraciones. Ese cambio constante, que todos sufrimos, implica un derecho al olvido. Ese derecho, que hoy podemos ejercer en las plataformas digitales, no ha llegado a la política. El juramento de cualquier cargo público no despoja las piedras de la mochila. Así las cosas, cualquier candidato en las listas electorales debe ser consciente que, tras su elección, tendrá que lidiar con su pasado.

Y ese pasado, que ya no existe, en ocasiones supone una pérdida del cetro. Y lo supone porque hemos institucionalizado la "esclavitud del pasado". Desde la crítica debemos romper una lanza contra esta praxis. El juicio social debería ser hacia el otro y no hacia sus "otros". Así las cosas, muchas veces, los líderes de la oposición lanzan sus dardos contra los "otros" del adversario. Hurgan en su pasado y actualizan esas huellas marcadas en sendas abandonadas. Se muestran críticos con lo "que hizo fulano en su pasado". Y lo hace sin tomar en consideración que "agua pasada no mueve molinos". De ahí que debería existir un pacto de Estado para que se juzgue a los elegidos por su presente y no por su pasado. El político debería ser juzgado por la gestión de su mandato. Juzgado, como les digo, por su coherencia y honestidad – en su compromiso con lo público – durante la vigencia de su cargo. Juzgado por su "aquí y ahora". El mismo que, dentro de unos años, configurará su pasado. Un pasado reconstruido por el discurso de los presentes.

Periodismo, Platón y la era de la IA

Cada día soy más crítico con el grado en periodismo. Pienso que su plan de estudios necesita una revisión urgente. La Inteligencia Artificial se convierte en la máquina de finales del Siglo XVIII. La industria de la cultura puede sobrevivir sin las manos de un humano. Hoy, en pleno siglo XXI, el ChatGPT, por ejemplo, sintetiza y analiza información. Compila datos y elabora relatos. Y los elabora igual o mejor que Manolo, “el plumilla de opinión”. La IA es capaz de crear personajes, inventar tramas y elaborar un guión para una película de acción. Aunque, de momento, el "programa" no ha superado al "programador", la IA avanza a una velocidad de vértigo. De ahí que muchas profesiones entrarán en crisis e incluso morirán. De nada servirá sacar Matrícula de Honor. Nuestra mente tendrá un rival. Y ese rival no será ni el tigre ni el león sino un artefacto, o soporte material, capaz de pensar. Y ese artefacto, nos robará la dignidad. Ya no seremos los únicos seres con inteligencia superior, sino unos más dentro de la selva mental.

Una profesión, entre muchas, que tiene los días contados es – sin duda alguna – la prensa escrita. Ayer, sin ir más lejos, le pregunté al ChatGPT: "¿Qué efecto puede tener la ausencia de Feijóo en la inauguración del año judicial? Por favor, actúe como si fuera un destacado analista político, que trabaja para un periódico de renombre." En síntesis, la respuesta fue la siguiente: "Feijóo ha convertido un gesto aparentemente menor en un movimiento estratégico de alto riesgo, busca mostrarse  como el garante de la regeneración judicial, pero corre el peligro de que la opinión pública lo interprete como una renuncia a la solemnidad institucional". Esta respuesta, sin la cita de la IA, pasaría por un análisis acertado en boca de cualquier politólogo. Un análisis que lo podría utilizar cualquier todólogo en una mesa de debate. Lo podría utilizar, y quedaría bien, sin necesidad de ser un especialista en política. Esta nueva realidad, o "Revolución Artificial", pone en peligro a la sociedad del conocimiento. Estamos ante un acceso fácil hacia la episteme, que diría Platón.

Platón hablaba de la episteme como un saber científico. Un saber que requería el ascenso dialéctico, o dicho de otro modo, el esfuerzo para llegar al mundo inteligible. En ese mundo se hallaban las Ideas, o formas. Las ideas contenían la esencia de lo que existía en el mundo sensible. De tal modo que para conocer la "mesa en sí". Para saber cómo era una "mesa perfecta" se debía estudiar, en profundidad, su esencia. Solo unos pocos, aquellos que gozaban de "un alma racional destacada" podían salir de la caverna y conocer la verdad. La IA ha derribado la caverna. Ahora, cualquiera y sin esfuerzo, puede ascender a la cima. No hace falta cruzar el barro para llegar al asfalto. El conocimiento, con mayúscula, está a golpe de clic. Ahora el ChatGPT es el sol que ilumina a quienes contemplan las sombras de la cueva. Ante este panorama, la filosofía hace más falta que nunca. Filosofar no será otra cosa que la capacidad de desconfiar y cuestionar. De desconfiar en el programa y poner los ojos en el programador. De cuestionar a la máquina, De una máquina cuyo creador no es Dios sino Manolo, un ser imperfecto, infeliz y mortal.

Sobre jóvenes y derecha

En las últimas semanas, leo por las páginas del vertedero noticias sobre el cambio ideológico en los jóvenes. Si hace unas décadas, ser joven era sinónimo de progresista, ahora – por lo visto – las tornas han cambiado. A colación de este fenómeno, muchos todólgoos – aficionados a politólogos – esgriman argumentos que explican lo sucedido. Unos apelan al descontento con el sanchismo. El difícil acceso a la vivienda, la precariedad laboral y el desgaste del Gobierno explican, según otros analistas, el giro a la derecha. Estos argumentos, y perdonen que discrepe, agravan pero no cambian – por sí mismos – la estructura del voto. Los jóvenes de hoy no son como los de ayer. Y no lo son, queridísimos lectores, porque antes no existían redes sociales sino relatos oficiales. Las redes sociales suscitan nuevas interpretaciones de la realidad sociopolítica que, de alguna manera, alteran las estructuras ideológicas.

Ahora nuestros jóvenes pasan horas y horas, metidos en redes que insuflan relatos informales. Relatos que recogen explicaciones a un cúmulo de percepciones. Y ahí es donde reside la clave de la derechización juvenil. Existen corrientes de odio y antisistema. Corrientes que arrojan frases cortas repletas de dinamita. Dinamita contra los elegidos, victimización y búsqueda de culpables. Más que atender a la complejidad de la realidad, atienden a simplicidades basadas en la polarización. De tal modo que se crean falacias fundamentadas en la demagogia. Esta polarización – esta lucha de amor y odio – no se corresponde con el multipartidismo real. Los jóvenes – y sobre todo los que viven la adolescencia tardía – perciben la realidad en blanco y negro. No hay grises. Existe una construcción de la realidad exenta de matices. Una realidad de amigos y enemigos. Y una realidad que se debate entre gobernantes y gobernados. De tal modo que el votante se sitúa entre la espada y la pared. Una situación embarazosa, cuya única solución pasa por una reivindicación de orden ante una vida angustia y caos.

Ante esta situación, el sanchismo – auspiciado por la derecha – se convierte en el enemigo. En un enemigo que simplifica y "justifica" la dificultad vital de nuestros jóvenes. Lejos de argumentos contra la globalización y el trumpismo – por ejemplo-, ahora estamos instalados en el reduccionismo. Todo se reduce a una mala praxis del ejecutivo. Un ejecutivo que decide y cuyas acciones perjudican a jóvenes. Jóvenes cuya vida transcurre entre redes sociales. Y en esas redes coexisten partidos que apelan al simplismo. Un simplismo basado en "si llegamos al poder, acabamos con todos vuestros males". Es el "voto de la esperanza". Un voto que, más allá de lo ideológico, busca la confianza en el milagro. En un milagro que transforme las penurias juveniles en vidas repletas de sueños y oportunidades. De ahí nace la "utopía juvenil". Una utopía que se alimenta de una nostalgia por la generación de los padres. Se instaura el estribillo "nuestros padres vivían mejor que nosotros". Un "vivían" que, enmarcado en tiempos dictatoriales, activa radicalismos obsoletos en mentes actuales.

Semillas de paz

Después de cenar, bajé al Capri. Necesita un momento de soledad en los taburetes de la barra. Allí, solo y sin ningún perro que me ladrase, emborraché mis penas con sorbos de tequila. En la televisión, varios todólogos hablaban, largo y tendido, sobre lo sucedido en Torre Pacheco. Mientras veía las imágenes, me venía a la mente aquel año – de mis tiempos de interino – cuando trabajé en esa localidad de las tripas murcianas. Era un instituto pequeño y grande al mismo tiempo. Pequeño por el número de alumnos y profesores. Grande porque allí aprendí a gestionar la diversidad mediante medidas inclusivas. Existía una comunidad significativa de adolescentes procedentes de Marruecos. Eran hijos de inmigrantes que, alejados de su tierra, venían a España en busca de un futuro mejor. Y por esta razón, el diálogo entre culturas se convertía en el espíritu del aula. De ellos aprendí sus costumbres y tradiciones. Aprendí que, tras la coraza de lo cultural, existe la esencia de la humanidad. Una esencia que se debate entre la maldad y la bondad. Entre el "hombre es un lobo para el hombre" o el "buen salvaje" de Rousseau.

Los altercados de Torre Pacheco ponen en valor las tesis de Hobbes y tiran por la borda el intelectualismo moral de Sócrates. La violencia, ya sea como medio o como un fin en sí misma, no es justificable. Y no lo es porque, aunque seamos mamíferos como los tigres y los leones, hemos renunciado al estado de naturaleza para vivir en un entorno seguro y pacífico. Hemos renunciado a gran parte de nuestra libertad animal a cambio de una convivencia social basada en el respeto, la tolerancia y la empatía. Estos tres pilares, fundamentales para la paz, son condición necesaria pero no suficiente. A estos ingredientes les falta el pensamiento crítico. Un pensamiento crítico que detecte los prejuicios, estereotipos, sesgos y falacias. Cuando falla alguno de estos elementos, el alma de la sociedad se resquebraja. Y se resquebraja porque tales ingredientes – respeto, tolerancia y empatía – necesitan una fuerza que los una. Dicha fuerza es el amor. Un amor hacia la diferencia, la diversidad y el enriquecimiento mutuo. Amor al otro por lo que es y no por lo que tiene. Amor para desarrollar una filosofía del sosiego que abra los caminos del entendimiento.

Hoy, amigas y amigos, existen corrientes de odio que tiran por la borda los gestos de amor. Y las hay porque hemos hecho invisible la bondad. Mientras el odio se convierte en reclamo mediático, el amor pasa de puntillas por el arcén de nuestras vidas. Corrupción, violencia de género, robos, delincuencia y crispación política dificultan la paz. A ello, sumamos la inversión de los valores. Hemos pasado de valorar el conocimiento a minusvalorar el mérito y el esfuerzo. Ello nos conducirá, tarde o temprano, a una sociedad ignorante, gregaria y fácil de manipular. Hemos pasado de valorar el tiempo a pasar, horas y horas, enganchados en las pantallas. Ello nos conduce, a una sociedad del "lo quiero todo y lo quiero ya". Se pierde, por tanto, la espera como motor de progreso. Y se pierde, por desgracia, la conexión con el pasado. Se nos ha olvidado que España fue un país de emigrantes. Se nos olvida que en miles de familias existe un padre o un abuelo, que emigró – por necesidad – ante la esperanza de conseguir una vida mejor. Hace falta que se desarrolle una pedagogía del diálogo. Si no lo hacemos, la violencia – manifiesta en Torre Pacheco – se convertirá en la punta del iceberg.

Caza de brujas

Un líder político, me dijo un tipo que conocí en El Capri, debes tener un pasado impoluto. Cualquier macha, por muy clara que sea, se convertirá en dinamita contra su honor. La ejemplaridad vital, por tanto, se convierte en una característica necesaria en la política. A lo largo de la historia, gobernantes – de todos los espectros ideológicos – han arruinado sus carreras por algo que escribieron o hicieron en su juventud. Aunque el tiempo lo cura todo, en política no ocurre así. Podríamos poner, sobre la mesa, nombres y apellidos de personas relevantes que fueron víctimas de su pasado. Por ello, existen casos de personas que, antes de formar parte de listas electorales, borran sus tuits polémicos o ejercen el derecho al olvido. Esa mancha, que les digo, no solo afecta al pasado sino al círculo cercano. Familiares y conocidos también forman parte de la honorabilidad de los cargos públicos. Por ello es muy importante, si alguien se quiere dedicar a la política, que elija amistades basadas en la honestidad y el cumplimiento del contrato social.

Si nos damos cuenta, lo personal es político. Y lo es, queridísimos amigos, más allá de la gestión eficiente en el ejercicio de los cargos. Esta práctica, muy extendida en los EEUU, ha llegado a nuestro sistema. Y prueba de ello, la tenemos en Pedro Sánchez. Un día sí y otro también, los medios de comunicación hablan de Begoña Gómez. Y lo hacen desde una posición legal y profesional pero que afecta a la honorabilidad del presidente. Existe una persecución política contra los círculos cercanos de Sánchez. Unos círculos que abarcan, más allá de Begoña, a su padre y al hermano del presidente. Esta situación ya se produjo, años atrás, con los escraches. Estamos ante un ruido mediático que suscita corrientes de desafección ante la política. Un ruido que, por si solo, no soluciona nada salvo que los casos sean puestos a disposición de los jueces y tribunales. Esta situación se podría corregir mediante la exigencia de "pasados limpios" antes de entrar en política. Con ello, evitaríamos que, tras la jura de los cargos, salgan los cadáveres del armario. Esta exigencia supondría un veto – e injusticia – a aquellas personas que, por circunstancias de la vida, tengan pasados oscuros.

Hoy, y tras la sesión parlamentaria por el caso Koldo, se habla – y mucho – sobre los supuestos negocios ilegales del suegro de Sánchez. En relación con este asunto, he escrito – en X – "Qué feo queda hablar de burdeles y prostitución en un hemiciclo. Aún así, pienso que los círculos privados no se deben entrelazar con los públicos salvo que existan subconjuntos en la intersección". No es bueno para la salud democrática que se mezclen "churras con merinas". En cualquier familia existen pasados y torpezas que no deberían afectar a las realidades presentes. La crítica hacia el presidente del Gobierno se debe basar únicamente en la gestión de su mandato. Y hasta ahora, su nombre no ha aparecido en ningún papel sospechoso. Lo otro es una crítica destructiva y maquiavélica, que pretende – a toda cosa – el sillón de La Moncloa sin mostrar un relato alternativo. Una crítica que ataca a lo personal, siembra el odio al gobernante, mancha su imagen y tira por la borda – por mucho que se ponga la palabra "supuesto" o "presunto" – la presunción de inocencia.

  • SOBRE EL AUTOR

  • Abel Ros (Callosa de Segura, Alicante. 1974). Profesor de Filosofía. Sociólogo y politólogo. Dos libros publicados: «Desde la Crítica» y «El Pensamiento Atrapado». [email protected]

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