En las últimas semanas, leo por las páginas del vertedero noticias sobre el cambio ideológico en los jóvenes. Si hace unas décadas, ser joven era sinónimo de progresista, ahora – por lo visto – las tornas han cambiado. A colación de este fenómeno, muchos todólgoos – aficionados a politólogos – esgriman argumentos que explican lo sucedido. Unos apelan al descontento con el sanchismo. El difícil acceso a la vivienda, la precariedad laboral y el desgaste del Gobierno explican, según otros analistas, el giro a la derecha. Estos argumentos, y perdonen que discrepe, agravan pero no cambian – por sí mismos – la estructura del voto. Los jóvenes de hoy no son como los de ayer. Y no lo son, queridísimos lectores, porque antes no existían redes sociales sino relatos oficiales. Las redes sociales suscitan nuevas interpretaciones de la realidad sociopolítica que, de alguna manera, alteran las estructuras ideológicas.
Ahora nuestros jóvenes pasan horas y horas, metidos en redes que insuflan relatos informales. Relatos que recogen explicaciones a un cúmulo de percepciones. Y ahí es donde reside la clave de la derechización juvenil. Existen corrientes de odio y antisistema. Corrientes que arrojan frases cortas repletas de dinamita. Dinamita contra los elegidos, victimización y búsqueda de culpables. Más que atender a la complejidad de la realidad, atienden a simplicidades basadas en la polarización. De tal modo que se crean falacias fundamentadas en la demagogia. Esta polarización – esta lucha de amor y odio – no se corresponde con el multipartidismo real. Los jóvenes – y sobre todo los que viven la adolescencia tardía – perciben la realidad en blanco y negro. No hay grises. Existe una construcción de la realidad exenta de matices. Una realidad de amigos y enemigos. Y una realidad que se debate entre gobernantes y gobernados. De tal modo que el votante se sitúa entre la espada y la pared. Una situación embarazosa, cuya única solución pasa por una reivindicación de orden ante una vida angustia y caos.
Ante esta situación, el sanchismo – auspiciado por la derecha – se convierte en el enemigo. En un enemigo que simplifica y "justifica" la dificultad vital de nuestros jóvenes. Lejos de argumentos contra la globalización y el trumpismo – por ejemplo-, ahora estamos instalados en el reduccionismo. Todo se reduce a una mala praxis del ejecutivo. Un ejecutivo que decide y cuyas acciones perjudican a jóvenes. Jóvenes cuya vida transcurre entre redes sociales. Y en esas redes coexisten partidos que apelan al simplismo. Un simplismo basado en "si llegamos al poder, acabamos con todos vuestros males". Es el "voto de la esperanza". Un voto que, más allá de lo ideológico, busca la confianza en el milagro. En un milagro que transforme las penurias juveniles en vidas repletas de sueños y oportunidades. De ahí nace la "utopía juvenil". Una utopía que se alimenta de una nostalgia por la generación de los padres. Se instaura el estribillo "nuestros padres vivían mejor que nosotros". Un "vivían" que, enmarcado en tiempos dictatoriales, activa radicalismos obsoletos en mentes actuales.