El progreso técnico y la amenaza siempre han viajado juntos. Cualquier cambio tecnológico supone un saldo entre vencedores y vencidos. El ludismo, sin ir más lejos, fue un movimiento encabezado por los gremios de artesanos contra las máquinas. El trabajo en cadena y las fábricas supusieron un revés a los talleres manufactureros. Ese mismo cambio supuso, a su vez, un éxodo rural. La intensificación de los cultivos – o también llamada Revolución Agraria – rompió con los efectos de la Ley de Malthus. Una vez más, las máquinas sustituyeron a los brazos humanos. Algo similar también pasó, en el siglo XX, con el sector bancario. La Revolución Informática ocasionó miles de despidos. Empleados de banca, de unos cincuenta y pocos años, se vieron – de la noche a la mañana – prejubilados. El ordenador cambió la organización de las sucursales. Y aquellos que no se subieron al carro de la informática, fueron despedidos. Así las cosas, los cambios tecnológicos llevan consigo costes y oportunidades.
La Revolución Digital, de los últimos años, ha supuesto un cambio en los hábitos de compra. El comercio electrónico, que hace una década era algo incipiente, ahora se han convertido en una práctica habitual. La gente compra desde casa y lo hace en grandes plataformas. Estamos ante un consumismo a golpe de clic. Un clic que ha desplazado a miles y miles de comercios tradicionales. Las relaciones digitales se entablan paralelamente a las presenciales. Los nuevos hábitos sociales ponen en valor lo que somos frente a lo éramos. Tanto que el paso del tiempo lo apreciamos desde el cambio que supone los antiguo por lo moderno. Aún así, existen sectores que no han sufrido, de una forma acusada, el efecto de las olas revolucionarias. Las peluquerías, sí o sí, necesitan la presencia. No hay corte de pelo sin manos ni tijeras. Ni tampoco, hasta el momento, el dentista ha sido suplantado por brazos robotizados. No obstante, el avance llama a nuestra puerta cuando menos lo esperamos. Y sin avance, queridísimos amigos, no hay progreso sino estancamiento.
La Inteligencia Artificial (IA), y sus aplicaciones, ha llegado con fuerza a nuestras vidas. Cada día asistimos a más recreaciones artificiales. Y esta revolución afecta, y mucho, al sistema educativo. Y afecta, como les digo, porque existen herramientas que permiten hacer monográficos, trabajos fin de grado y hasta ecuaciones diferenciales. Estos instrumentos suponen un horizonte de sospecha en las relaciones entre profesores y alumnos. Tanto es así que muchos docentes evitan mandar trabajos para casa. Una situación que contradice el sentir de Bolonia. No olvidemos que la mayoría de asignaturas son evaluadas – de forma híbrida – mediante exámenes y tareas. Ello implica una reestructuración de los sistemas de evaluación. Una reestructuración que pasa por la realización de exámenes orales. La IA pone en crisis el oficio del experto. El consultor o asesor, de toda la vida, pierde fuelle ante la sabiduría de ciertos chats artificiales. La IA supondrá, también, la reinvención del periodismo. El mayor coste será el precio de la desintelectualización humana. Cómodos con la IA, perderemos la necesidad de pensar por nosotros mismos. Asistiremos a una desilustración que nos llevará a la minoría de edad. ¡Qué no se entere Kant!